Éstas hubieran sido las memorias de la hoja de álamo que nadie jamás vio de no haber sido por septiembre.
En ese tiempo el capullo que vivía un poco más arriba comenzó a cambiar, a volverse radiante, sutil, grácil.
Lo que más adoraba la hoja era ir a espiar a la nueva inquilina que crecía a pasos agigantados allá arriba. Verla dejar que el viento le volará los pétalos y escucharla gemir, gustosa. O esperar la tarde, para que los últimos rayos del sol le tocaran la piel sin quemarla.
No se había animado a decírselo nunca, pero sabía que debía hacerlo. Quizás pudiera sorprenderla con una de esas serenatas que daba con las otras hojas.
Todo resultó más sencillo de lo que imaginaba, porque pasó que la flor le guiñó un pistilo y la hoja tembló sin ninguna ráfaga.
Por meses ambos vivieron su amor como pudieron, y fueron inmensamente felices.
Pero un día la hoja tuvo miedo, y sin querer alterar a su flor, fue a hablar con ella. Se puso el traje verde que mejor le quedaba, y le dijo casi sin titubear:
- Casate conmigo Flor. Casate conmigo por dos razones. La primera es porque sé- y quizás sin ser tan sabio- que pronto todo va a terminar. Dentro de un par de meses yo caeré y me volveré amarillo. Y vos también caerás y te harás más oscura hasta que por fin ya no tengas más color. Y el segundo motivo, es que aun así, tan débil y opaca, te seguiré amando.
La flor no supo si llorar, porque era una propuesta feliz a pesar de las razones.
Y dijo que sí adjudicando la misma cantidad de razones que la hoja le había dado. La primera era que lo amaba, y la segunda fue la consecuencia y el resumen de tiempo que habían vivido juntos: cuando el amor florece no hay otoño que lo apague.
El amor había que vivirlo en presente.
Y fueron felices. Pero ese era un álamo, y hasta entonces ningún álamo había dado perdices para la cena.
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