Hay presos
homicidas tirando las dos agujas que todavía quedan vivas en el reloj que
encuadra la única pared blanca.
Se van suicidando porque ya no les queda
nada, olvidaron cual era la función que
cumplían. Desorganizaron todo, ya no tienen lógica.
Les cuesta caminar, les pesa el espacio que siempre las completaba. ¿De qué les sirve
seguir trabajando si ya nadie se detiene para mirarlas? A nadie le importa que
hora sea, si la noche las cubre constante. Aunque hayan desenfundado las
últimas armas que le quedaban y un batallón de minutos venga a arrebatar el
suspiro de algún genio loco, o un historiador quizás.
Los números rojos de los relojes digitales
están más rojos que nunca, porque sangran por un pasado que invade otros
tiempos. Y ya no pueden controlar tanto desorden.
Hasta el diablo, solidarizado por tanta
desesperación, cedió su tridente para marcar el tiempo. Pero ni eso bastó.
Los calendarios, hastíos de rutina, se
metieron en el lavarropas hasta hacerse pasta. Y se podía ver, en paso lento, a los números romanos de aquel
viejo reloj, caminar hasta la chimenea para incendiarse.
Y entonces nevó, se cayeron las hojas de los
árboles en medio de la primavera, y un calor agobiante azotó en pleno agosto. Y
la gente enloqueció frente a los supermercados que cerraron a las tres de la
mañana y que no pudieron abastecer el almuerzo.
Nacieron bebés de cincuenta y cuatro años, y se
velaron viejos con sus lustros recién cumplidos.
Y los
relojes de manos, se derritieron en las muñecas de todos.
Por fin lo habían entendido, el tiempo no
servía para nada. Y en el rascacielos más alto de la ciudad hacía fila los cronómetros,
para suicidarse de a uno, pero sin secuencia.
El big-ben
desesperado, se derrumbó en un santiamén y los relojes de arena fueron a donar
su esencia a la playa más cercana.
Los niños recibieron sus huevos de pascua en
diciembre, y las personas dejaron de usar el despertador, porque ya no les auxiliaba.
Las mariposas nacían cuando todavía eran
larvas, y los osos hibernaron 3 días seguidos.
Y entre la sístole
y la diástole de algún órgano que ya no importaba, se desaceleró la pulsión y entonces todo empezó a morir. Sin
tiempo, claro.
Pero en aquel reloj que aún quedaba vivo dos
presos homicidas seguían tirando las únicas agujas que todavía tenían el valor
de moverse. Y a pesar que bien podría pasar que aquellos asesinos las mataran,
todo el mundo confió.
¿Y si al llegar a las dos, ese hombre tirara a
quemarropa de espalda al minutero? Cabía esa posibilidad. ¿Y si el tiempo
empezará de nuevo en las manos de los
cautivos?
Y entonces se creó una religión, y un séquito
de gente comenzó a ir en procesión a rogarle a ese nuevo Dios que les diera
tiempo.
Pero ya todos habían entendido que el tiempo
no servía de nada, y que podía resucitar si se confiaba, en cada hora del día,
que el tiempo valía mucho.
Quizás por eso llegué a tu vida tan a destiempo
.
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