jueves, 12 de abril de 2012

Destiempo


Hay presos homicidas tirando las dos agujas que todavía quedan vivas en el reloj que encuadra la única pared blanca.
 Se van suicidando porque ya no les queda nada,  olvidaron cual era la función que cumplían. Desorganizaron todo, ya no tienen lógica.
 Les cuesta caminar, les pesa el espacio  que siempre las completaba. ¿De qué les sirve seguir trabajando si ya nadie se detiene para mirarlas? A nadie le importa que hora sea, si la noche las cubre constante. Aunque hayan desenfundado las últimas armas que le quedaban y un batallón de minutos venga a arrebatar el suspiro de algún genio loco, o un historiador quizás.
 Los números rojos de los relojes digitales están más rojos que nunca, porque sangran por un pasado que invade otros tiempos. Y ya no pueden controlar tanto desorden.
 Hasta el diablo, solidarizado por tanta desesperación, cedió su tridente para marcar el tiempo. Pero ni eso bastó.
 Los calendarios, hastíos de rutina, se metieron en el lavarropas hasta hacerse pasta. Y se podía ver,  en paso lento, a los números romanos de aquel viejo reloj, caminar hasta la chimenea para incendiarse.
 Y entonces nevó, se cayeron las hojas de los árboles en medio de la primavera, y un calor agobiante azotó en pleno agosto. Y la gente enloqueció frente a los supermercados que cerraron a las tres de la mañana y que no pudieron abastecer el almuerzo.
 Nacieron bebés de cincuenta y cuatro años, y se velaron viejos con sus lustros recién cumplidos.
Y los relojes de manos, se derritieron en las muñecas de todos.
 Por fin lo habían entendido, el tiempo no servía para nada. Y en el rascacielos más alto de la ciudad hacía fila los cronómetros, para suicidarse de a uno, pero sin secuencia.
El big-ben desesperado, se derrumbó en un santiamén y los relojes de arena fueron a donar su esencia a la playa más cercana.
 Los niños recibieron sus huevos de pascua en diciembre, y las personas dejaron de usar el despertador, porque ya no les auxiliaba.
 Las mariposas nacían cuando todavía eran larvas, y los osos hibernaron 3 días seguidos.
Y entre la sístole y la diástole de algún órgano que ya no importaba, se desaceleró  la pulsión y entonces todo empezó a morir. Sin tiempo, claro.
 Pero en aquel reloj que aún quedaba vivo dos presos homicidas seguían tirando las únicas agujas que todavía tenían el valor de moverse. Y a pesar que bien podría pasar que aquellos asesinos las mataran, todo el mundo confió.
 ¿Y si al llegar a las dos, ese hombre tirara a quemarropa de espalda al minutero? Cabía esa posibilidad. ¿Y si el tiempo empezará de nuevo en las manos de  los cautivos?
 Y entonces se creó una religión, y un séquito de gente comenzó a ir en procesión a rogarle a ese nuevo Dios que les diera tiempo.
 Pero ya todos habían entendido que el tiempo no servía de nada, y que podía resucitar si se confiaba, en cada hora del día, que el tiempo valía mucho.

Quizás por eso llegué a tu vida tan a destiempo


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