
No rendirle culto cada día era sin duda un pecado capital, de esos que merecen la sentencia perpetua al infierno. Quizás aquella adoración desmedida no era realmente verídica. Quizás el fundamento era el miedo.
Desde acá, desde donde estoy ahora, las cosas están más claras. Si entendemos el amor dirigido a Adán (Ese Adán que alguna vez conocí), alabarlo era una señal de pánico a quedarme sola. Tal vez, en la soledad, yo no sería suficiente. Posiblemente, sin tener con quien hacer el amor no sentiría nunca esa sensación de llegar a ser para alguien lo que no era para nadie, no sería nunca la razón para desplegar las alas y sobrevolar el universo.
De todas formas, sin importar la causa, cuando yo era Eva el amor era un paraíso terrenal.
Pero suele suceder que los paraísos no son eternos terrenalmente.
Ahora que soy, ni más ni menos, que Luciana, y me convertí en una mujer de carne y hueso, y entrañas, y ganas, el amor es otra cosa.
No se puede hablar del edén sin haber mordido la manzana, de la misma forma que no se puede amar sin haber creído siquiera una vez que lo divertido del placer, está demasiado lejos de la rutina del amor.
Ahora que no soy esa primera mujer virgen, creada a semejanza de alguien que nadie conoce, el amor está escrito en futuro, en algo que vendrá cuando me sea otorgado el perdón por haber fallado, por creer en falsos Dioses que no querían de mí más que admiración.
Aunque para ser sincera, no volveré a ser Eva.
Es demasiado puro ese título, y no peregrinaré eso que no sentí.
Porque cuando yo era Eva, el amor era mi paraíso. Pero después de descubrir sus mil caras, llegué a la conclusión que el amor no es un lugar celestial, sino una acción que hay que practicar cada día.
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