miércoles, 18 de mayo de 2011

Desafortunada en el juego, desafortunada en el amor.

Antes de apuñalar a la soñadora que me habitaba, yo creía en el amor. Y consecuentemente creía en el futuro.
Pero en aquel entonces, el destino y las ganas de no ser más una víctima sin victimarios, quebraron mi mundo en dos. Y deje de hacer (y ser) lo que habituaba. Lo que antes había llamado amor, se transformó en deseo. Y aquellos a quien amaba fueron mis amantes voladores, que escaparon- o que escapé- antes de la segunda cita.
Rompí todos mis sueños, y los cuentos hablaron de mí en tiempo presente y con los pies firmes en un suelo invadido por terremotos.
Perdí el juicio, no seguí más consejos que los que susurraba el instinto en mi oído. Tal como si fuese el diablo en mi hombro, hice lo que deseaba hacer, aplastando de un solo golpe aquel otro que me estereotipaba como una mujer fácil. Y la promiscuidad paso a ser cotidiana, y disfrute de cada historia contada en primera persona. Quizás me sirvió para comprender que cada uno es su propio amo y esclavo.
No había sentimientos, más que el de la piel en ese instante. No había proyectos, ni ganas, ni futuro. No había eso que me había hecho llorar tantas veces. No podía entender como había perdido tantos años jugando a ser la princesa de un cuento que jamás le conté a nadie. Estaba disfrutando ser afrodita.
Se me curtió la piel entre las sábanas de algunos que ya no recuerdo, y las manos se sublimaron al tacto, sin saber todas las otras cualidades que tenía, sin haber probado la magia de verlas bailar con otras manos.
Me construí murallas para que solo pasaran los que me daban una luna por noche, y no más. Y las únicas reglas que guiaron el juego fueron dos: no matar por amor, pero sobre todas las cosas no morir por él.
Hubiese podido seguir con mi irreal mundo placentero, hubiese seguido buscando más romances pasajeros. Pero esa noche todo cambió, y los muros cayeron haciendo un ruido tan enfático en mí, que tuve tanto miedo como cuando era nena.
Había estado jugando al límite con el fuego que yo misma creaba. Supe entonces que había perdido la apuesta, porque al fin y al cabo aquello que creí erigir con mi voluntad, no había sido más que azar. Tanto tiempo dividiéndome, tantos puntos sumados a mi lista de aire no lograron hacerme ganar la guerra.
Y entonces lloré, aun habiendo olvidado como hacerlo. Lloré después de mucho tiempo. Lloré por lo que se me venía encima y me aplastaba el armazón que me había costado tanto ponerme. Mis ojos se enredaron en la totalidad de él dormido, no podía negarlo. Lloré en el instante que entendí que no podía negar quien era: una soñadora que solo quiere estar con él.

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