viernes, 3 de diciembre de 2010

NOAH

Cinco y treinta y dos minutos. En la puerta del bar donde usualmente los residentes del hospital Sarmiento van en busca del café más oscuro que tiña las locuras de los primeros días, Ada estaba mirando el reloj. Le molestaba la impuntualidad que me caracterizaba, y me lo reprochaba aunque llegará a tiempo.
-Debería regalarte un reloj enorme que te persiga para tu cumpleaños Sara.
-¿Te fijaste la hora? Es exactamente la que acordamos.
- Bueno, pero por las dudas debería hacerlo.
Sonreímos las dos levemente. La causa que nos llevaba allá no daba muchos motivos de algarabía. Esperábamos que Violeta, la menor de las tres hermanas, hubiera evolucionado y que pronto le dieran el alta. Papá estaba cuidándola y haciéndose responsable de ella.
Cuarto piso, el último del hospital. Al menos el último que se usaba destinado a la salud del paciente. Había uno más- lo sabíamos porque el ascensor daba la opción de llegar hasta él- pero nunca supimos de qué se trataba. Y en esas circunstancias jamás se nos hubiese ocurrido hacer una expedición del hospital.
Papá estaba afuera de la habitación con un café en la mano.
-¿cómo está?- dijo Ada durante un abrazo que me inspiró ternura.
-Le están haciendo otra sesión del tratamiento. Me dijeron que a este ritmo pueden llegarle a dar el alta pronto, que tengamos fé.
-Y la tenemos pá, Violeta va a salir- le dije mientras le acariciaba la cara.
Tenía los ojos cansados, y juntos con Ada decidimos que esa noche nos quedaríamos nosotras.
Cada una volvió a su casa. Ada vivía en un departamento en una zona muy tranquila. La paz que la rodeaba y su soltería se llevaban muy bien. A sus 24 años, ella había conseguido casi todo lo que quería: como la diseñadora que era, armo su casa a su gusto, y en ella vivía con sus dos gatos que le hacían compañía en esos momentos en los que el silencio se convertía en el peor enemigo. Era una mujer activa, no le gustaba quedarse inmóvil por dos segundos. Y quizás el hecho de no haber encontrado nunca el hombre indicado le daba la posibilidad de llegar a su casa y recargar energías. O eso era lo que ella se decía para convencerse.
En cuanto a mí, había conocido a Gastón en la facultad de sociales. Él se graduó en periodismo y yo recibí mi diploma en letras. Vivíamos juntos hacía dos años. Y con 26 años todo estaba en su mejor momento.
La enfermedad de Violeta nos había golpeado a todos, pero quien más sufría sin duda era papá. Por una cuestión de edad (Viole tenía recién cumplidos sus 16 años) ella era la princesita de la casa. Y él se sentía culpable de la situación. De ésta en particular y de ese 24 de agosto en el que un accidente de tránsito se había llevado la vida de Rebeca, nuestra mamá.
Cuando regresamos al hospital papá estaba hablando con el médico responsable de Violeta, así que nos apresuramos para ver cuál era el diagnóstico.
-Tranquilo Francisco, está evolucionando favorablemente. No creo que se quedé acá más que esta semana.
-Mucha gracias doctor- respondió papá. Probablemente hubiera querido contarle toda nuestra historia y lo feliz que se sentía por haberla cuidado a Viole, pero no le salieron más palabras que esas. Y quizás no se necesitaban más.
Papá se fue a su casa un poco más tranquilo y Ada fue a buscarnos un par de tazas de café para mantenernos despiertas toda la noche.
Todo sucedía con tanta calma por la noche en el silencio tenebroso del hospital que de vez en cuando nos cambiábamos de lugar o nos íbamos a hacer alguna otra cosa para no aburrirnos.
-Voy a comprarme algún chocolate, me agarró un antojo. ¿Querés algo?- le pregunté a mi hermana.
-No, vamos. Yo te acompaño.
De chiquitas siempre solíamos hacer eso. A donde iba una, siempre iba la otra. Sobre todo si se trataba de comprar golosinas.
Cuando regresamos nos subimos al mismo ascensor que tomábamos siempre, a pesar que alrededor había cuatro más. Veníamos riéndonos del vendedor del quiosco, y sin querer apreté el botón número 5. Intenté frenarlo, pero el sistema no me lo permitió y de todas formas, era solamente un piso más. En última instancia, llegaríamos allá y bajaríamos las escaleras, por lo que no me preocupé mucho.
Lo extraño fue que al abrirse la puerta del ascensor, el lugar era diferente a los demás. No había luces blancas y pulcredad extrema, ni tenía pasillos que lo llevarán a uno a la habitación que quería ir. Tampoco enfermeras dando vueltas, ni salas de espera.
Más bien, este lugar era como una pequeña habitación en penumbras. Iluminadas casi exclusivamente por la luz de los faroles que llegaban de la calle y por una lamparita diminuta en la pared más extensa. No había nada. Ni un mueble, ni un adorno, ni un cuadro colgado en la pared.
La miré a Ada y ella me miró. Y ninguna de las dos hablamos. Pero nos bajamos en ese piso que no tenía escaleras, y la única salida era volver al ascensor o una puerta que no sabíamos a donde iría.
-¿qué es esto?- me preguntó.
-No tengo la menor idea.
-Volvamos Sara.
- No, espera. Vamos a ver que hay ahí. – le dije señalándole la puertita.
-¿Vos estás loca? Andá a saber que hay.
-Y bueno, vamos- y la agarré del brazo con una mano y con la otra iba encaminándome hacía el picaporte.
Cuando entramos, todo era oscuro. NI una ventana que nos iluminara. Así que busqué un interruptor de luz sin mucho éxito. De repente todo se prendió y al principio nos paralizó a ambas pero lo que había ahí adentro nos llevaba a nuestra infancia.
Era un pequeño altillo con muchos percheros en donde guardaban disfraces. Muchos eran de princesas y príncipes para los más chicos. Había también algunos en talles de grandes, en su mayoría de payasos.
En frente de la puerta de entrada había un espejo rodeado de luces y lleno de maquillajes y purpurinas. Si girabas para la derecha seguían colgados en la pared algunos trajes y enormes sombreros y pelucas, y una pequeña tela que hacía las veces de cambiador.
-Mirá esto- me dijo Ada, que tenía una actitud diferente a la del principio y estaba maravillada por ese otro mundo.
-¿Qué hay?- le respondí asomándome a una pequeña curva que tenía la habitación.
Al girar me quedé inmóvil, era un pequeño escenario, con el telón de un rojo oscuro y tres escalones que lo convertían en el altar más magnifico que jamás haya visto. Me subí a él a hacerle compañía a Ada que estaba haciendo morisquetas, como si enfrente nuestro nos observara un caluroso público. El piso de madera crujió cuando ambas empezamos a bailar sobre él.
De repente Ada descubrió una puerta escondida en la esquina casi al fondo del escenario y me miró.
-Ya llegamos lejos Ada.
-Por favor Sara, llegamos hasta acá. Vamos a seguir descubriendo.
-No, no me parece- dije, en tono serio.
-Bueno, yo voy. Si no queres quédate acá.
Era evidente que no quería, pero mucho menos quería dejarla ir sola. Ella siempre me había convencido con su seguridad y su histrionismo.
Era una escalera angosta, oscura y fría.
Un poco más arriba todo estaba lleno de luz, pero no artificial.
Ada se quedó parada al final de la escalera, y yo la corrí un poco, y me quedé a su lado contemplando ese lugar que tenía una mezcla de moderno con esos templos que uno ve en las películas. Un ventanal de pared a pared, enmarcaba la ciudad y llenaba de luz de luna toda la habitación.
De un lado, todos los electrodomésticos delimitaban el espacio de la cocina en una especie de línea imaginaría contra la pared de la izquierda. En el centro, una mesa bajita de madera estaba colocada en el medio de una enorme alfombra roja con firuletes, y pegado contra el otro muro un sillón en color beige.
No tenía muchos elementos decorativos, pero ese lugar tan pequeño me pareció perfecto, porque quizás lo que más engalanaba el lugar era la luna que parecía mucho grande desde esa ventana. ¿Quién había decidido vivir en el altillo de un hospital?
-Dentro de un par de horas, empieza el equinoccio vernal. Llegaron exactamente para ver cómo el mundo es justo, y comparte las mismas horas para el día y para la noche. Porque así empiezan todas las relaciones: con la igualdad.
La voz venía de atrás, estaba sentado en una mecedora de madera. Era un hombre que parecía tener alrededor de 50 años. Tenía puesto una camisola blanca y un pantalón negro. Era atractivo y su voz lo hacía más bello aún.
Miré a Ada que se había quedado mirándolo sin poder decir nada.
-Perdone, no sabíamos que este era un lugar habitado. Ya nos vamos- y la agarré a mi hermana que seguía obnubilada con aquel hombre.
-No, son bienvenidas. No tiene por qué irse.
-No, gracias.- respondí mientras seguí tironeando del brazo de Ada sin conseguir que se moviera.
-Parece que ella no opina lo mismo- dijo levantándose del lugar donde estaba y señalándola a Ada.
Comenzó a caminar hacía nosotras y temí por aquella situación, pero al llegar siguió su camino hacia la cocina y sirvió tres copas de vino.
-“La casualidad no es, ni puede ser más que la causa ignorada de un efecto desconocido”- dijo entregándonos las copas.- Lo decía Voltaire en la época en la que los mayores descubrimientos eran siempre casualidades. Creo que todo lo que nos salva siempre es aquello que no está previsto pero que aun así tiene un sentido lógico. Eso que decía en Cándido y en Edipo. Y miren que maravilloso es el mundo que en su imperfección y en el amor prohibido, siempre hay también un equinoccio que de tanto en tanto nos deja contemplarlo.
-Perdone, pero nos tenemos que ir- le volví a decir, pero cuando quise volver a agarrar a Ada, ella tenía la copa que aquel hombre le había dado- Vamos Ada- le dije mirándola.
-Esperá Sara, quiero saber de qué se trata todo esto. Quiero saberlo todo.
El hombre sonrío socarronamente y después agrego.
-Voltaire también decía que el secreto para aburrir a la gente es decirlo todo.
Ada sonrió y él le hizo un gesto para que se sentara en el sillón. Ella lo hizo, y yo me quedé observándole un largo rato mientras él le hablaba de filósofos antiguos y de las leyes del mundo.
Me había quedado inmóvil mirándolos, hasta que recordé que Violeta estaba sola, y que si papá llegaba seguramente se iba a enojar con nosotras.
-Ada, voy a ver a Viole. No sé qué queres hacer vos.
-Yo me quedo- Me dijo, y una fuerza extraña me llenó de seguridad que allí no le podía pasar nada.
Volví por el mismo lugar por donde había ingresado, y casi sin darnos cuenta se nos había pasado la noche.
Viole permaneció internada algunas semanas más. Su cuadro se complicó un poco, pero se re estabilizó sin ningún inconveniente. Y durante casi los tres meses que estuvo allí, Ada pasaba en algún momento del día a hablar con aquel extraño hombre que habíamos conocido.
Nunca había contado su vida abiertamente, y a pesar de la pasividad y el silencio que la rodeaba y lo angelical en que se había convertido su tono de voz, me contó que Noah- así se llamaba el hombre- había vivido allí hacía añares, incluso antes de que construyeran el hospital. Había buscado especialmente ese lugar, y no quiso irse cuando todo se transformó en una ciudad.
Tiempo atrás era un ser sociable. Había sido el profesor de teatro que divertía a los niños que estaban internados ahí. Cada mes presentaba una obra para la familia. Y todos quedaban alegres. Los pacientes se sentían útiles, y los papás de los nenes estaban contentos de ver a sus hijos alegres y disfrutando de la vida. Y él era feliz por hacer feliz a otros.
Después, la edad y la avaricia humana lo habían llevado a convertirse en el ser solitario que era.
Papá no lo sabía. Ella no se lo había contado quién sabe con qué motivo, pero yo decidí cubrirla como si estuviese haciendo una travesura de esas nenas que habíamos sido.
Ada comenzó una relación con aquel hombre, en contra de todo. De la edad de él que duplicaba la de ella, de no saber nada de él, a escondidas del mundo, y a pesar del extraño comportamiento de Noah. Esa forma de ser, dueño de una sabiduría que parecía ganada no sin pagar el precio de la soledad de años en aquel altillo.
Sin embargo, Ada era feliz, se le notaba en los ojos relampagueantes. Quizás había descubierto que la soledad te llena de paz, pero el amor es la paz misma, es la armonía del mundo. Es el equinoccio del día.
Un día, papá llegó sin que pudiera encontrarla a Ada. Y no me quedó más remedio que contarle la verdad.
Me exigió que lo llevara al lugar donde lo conocimos. Le temblaban las manos, porque sin duda no era esto lo que quería para ella. Tuve miedo de haberme equivocado. Pero por sobre todas las cosas, tuve miedo de la imagen con la que nos íbamos a encontrar.
Al llegar al quinto piso, entramos de nuevo en el pequeño teatro. Subimos las escaleras, y ahí estaban ellos, bailando al ritmo de una música contagiosa que no tenía más instrumentos que tambores y guitarras.
Ada estaba riéndose como jamás la había visto. Supongo que papá también vio la luz que los rodeaba porque no intentó decir ni una palabra.
-Nunca vi a alguien con una sonrisa más brillante que la de ella. Nunca vi a nadie que sea tan hermosamente feliz.- dije. Y ambos sonreímos, porque Noah y Ada eran mucho más iguales que el día y la noche en los equinoccios vernales.

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